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Falange Montañesa

MISERIA Y SINRAZÓN DEL MULTICULTURALISMO (mirando a Córdoba y su catedral)

MISERIA Y SINRAZÓN DEL MULTICULTURALISMO (mirando a Córdoba y su catedral)

José Javier ESPARZA

Hay que comprar el último número de El Manifiesto: "Inmigración, ¿cuántos más cabemos?", porque plantea unas cuantas cuestiones absolutamente cruciales sobre la inmigración, la identidad, el racismo y la integración. Una de esas cuestiones es la del multiculturalismo, que empieza a ser actualidad diaria: ¿pueden coexistir a la vez, en un solo espacio, varias culturas distintas, incluso contradictorias? El que viene de fuera, ¿puede seguir siendo distinto y, al mismo tiempo, beneficiarse de los derechos que el sistema concede a todos los demás? O como en lo de Córdoba, ¿podemos renunciar a parte de nosotros mismos para entregárselo a otro que lo codicia? Lo de la mezquita-catedral de Córdoba puede servir como punto de partida para una reflexión en profundidad. Lo que hay al fondo es mucho más que una cuestión de uso de un espacio religioso; es un conflicto entre una cultura arraigada y otra que viene de fuera.

En este tipo de asuntos no hay error más grave que hablar con medias palabras. El multiculturalismo tiene un límite claro: la incorporación de las minorías a la vida pública, la capacidad de decisión en las cosas de la comunidad. En plata: usted o yo no tendríamos demasiado problema en que los musulmanes que viven a nuestro lado lo hagan conforme a sus propias leyes, siempre y cuando éstas no pretendan convertirse en hegemónicas ni supongan una merma de nuestra forma autóctona de vida, de nuestros principios, de nuestra identidad. Es decir, siempre y cuando ellos no puedan decidir sobre nuestro sistema ni cambiar nuestras costumbres.

Una sociedad puede soportar perfectamente que en su seno se instalen minorías organizadas de forma autónoma: por ejemplo, musulmanes con sus propias escuelas, iglesias y asambleas. No habrá problema mientras esas minorías, auto-organizadas, establezcan en su interior un orden que coopere con el orden general de la comunidad. Puede sonar muy difícil, pero los que hemos vivido en barrios periféricos de las grandes ciudades, cuando los salvajes aluviones demográficos de los años sesenta y setenta, sabemos perfectamente qué fácil era convivir con los gitanos si sus propios clanes se encargaban de mantener el orden, generalmente de acuerdo con la policía (y al revés, el infierno que era aquello cuando no se encontraba a nadie capaz de disciplinarlos desde dentro). Ello, por supuesto, bajo la condición de que el orden interno de esa minoría no pretenda determinar el orden general. El mundo medieval también funcionaba así. La famosa "España de las tres culturas", que tanta fantasía morisca ha suscitado, sólo existió de verdad cuando una de esas culturas, la cristiana, toleró a las otras dos, islámica y judía, pero sin considerarlas nunca en un plano de igualdad.

Ahora bien, si a esas minorías organizadas de forma autónoma, conforme a sus propios principios, se les concede una capacidad de influencia social equivalente a la de los ciudadanos autóctonos, que por su parte obedecen a sus propios principios y leyes, entonces el conflicto es inevitable. La equivalencia de dos o más leyes distintas dentro de una misma comunidad lleva a la rivalidad y, finalmente, a la guerra. Y eso es lo que podría pasar hoy. Como estamos en una civilización que ha elevado a sagrado el principio de la universalidad y la igualdad de los hombres, con independencia de su comunidad de origen, la mera hipótesis de una jerarquía entre sistemas de orden, entre principios, se hace intolerable. Por eso las políticas multiculturalistas modernas tienden a poner a todas las culturas en un plano de igualdad política y social. Y por eso todas esas políticas han ido fracasando, una detrás de otra, a medida que las minorías empezaban a gozar de un peso que la mayoría no podía soportar.

¿Cabría imaginar hoy una sociedad multicultural que discrimine políticamente a las minorías negándoles el ejercicio de los derechos básicos de ciudadanía, como el del voto tras un periodo mínimo de residencia? En una democracia actual, no. Por consiguiente, o imaginamos una democracia a la griega, es decir, con un concepto restrictivo del demos, o descartamos definitivamente cualquier tentación multicultural.

Y si excluimos el multiculturalismo, ¿qué nos queda? Para que la sociedad funcione con cierta normalidad, sólo nos queda el imperativo de la integración de las minorías en el marco de principios y leyes que ha fijado la mayoría. En los países europeos no es demasiado gravoso: disponemos de una política de libertad de cultos que permite la práctica de cualesquiera religiones, siempre que no ordenen cosas contrarias a la ley común. Pero eso implica la necesidad de que nosotros sepamos dónde hay que integrar a la gente, cuál es el marco de principios que define nuestra identidad. No se trata sólo de un ordenamiento legal, sino también de una identidad cultural, de una tradición, lo cual incluye unas manifestaciones religiosas específicamente nuestras. Identidad y tradición que nuestro sistema, en nombre de la autonomía individual, ha renunciado a convertir en ley obligatoria, pero cuya vigencia sería suicida ignorar –y cuya pujanza no será inconveniente estimular, porque nos ayuda a saber quiénes somos.

No todos estarán de acuerdo, como es natural (eso también forma parte de nuestra manera de ser). Pero la definición y la afirmación de nuestra identidad colectiva, como españoles y como europeos, se ha convertido hoy en un instrumento de primera importancia para guiar racionalmente la integración de quienes vienen de fuera. Hemos de definir y proteger nuestro propio espacio. Y podremos llamar al otro para que se integre en él, pero sin que deje de ser nuestro. De lo contrario, no veremos integración alguna, sino, propiamente hablando, una desintegración. Es lo que estamos viviendo ya.

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